62. Levaduras naturales y químicas. La historia de un Conde muy especial.

 

Soy miembro de la American Chemical Society (ACS) desde hace más de veinte años. Cuando me toca actuar de miembro de Tribunales de oposiciones constato que muchos aspirantes ilustran su Curriculum Vitae con pertenencias a Sociedades científicas, aduciéndolo como un mérito inaccesible para la plebe. Sin embargo, para los no iniciados que me lean, debo decir que ser miembro de una prestigiosa Institución como la ACS es fácil. Se pagan unos pocos dólares anuales y, al cabo de una serie de años como los que yo llevo pagados, uno se convierte en casi una gloria de la Asociación. Le regalan gorras, llaveros y diplomas y, si tiene la suerte de vivir muchos años, y seguir pagando, le rebajan la cuota y hasta le pueden sacar en una foto de figuras vetustas. Bromas aparte (que no son tales si alguien trata de marcarse el pegote) la ACS es una Institución muy activa, que engloba a muchos miles de químicos en USA y en el mundo, que publica muchas de las más prestigiosas revistas químicas del Universo, como el Journal of American Chemical Society, y que, en los últimos años, se ha implicado en una militante campaña contra la Quimifobia que nos invade. Sólo por eso seguiré pagando la cuota hasta que me muera y, además de dinero, me adheriré a la iniciativa con un pequeño granito de arena que es este blog.


Pues bien, entre las decenas de iniciativas de la ACS, tendentes a mejorar la percepción social de la Química, está la denominada National Historic Chemical Landmark. Quizás no sea algo muy importante ni conocido, ya que se trata de pequeños actos sociales en los que la ACS coloca una lápida en lugares de Estados Unidos en los que tuvieron lugar acontecimientos que, a su entender, han supuesto importantes o interesantes contribuciones de la Química y los químicos a nuestra forma de vivir. Y así, se han colocado estas placas en sitios como la DuPont por su descubrimiento del Nylon o en la Universidad de la British Columbia donde, en 1962, Neil Bartlett, un químico joven de esa Universidad demostró que era posible hacer reaccionar a los llamados gases nobles (no reactivos por definición) para dar lugar a una extensa serie de derivados de los mismos. El que esté interesado en obtener más información sobre los diferentes lugares en los que la ACS ha plantado lápidas de este tipo que no se pierda esta página web. Para los estudiosos o simpatizantes de la historia de la Química no tiene desperdicio.


El caso es que el último acto de las National Historic Chemical Landmarks tuvo lugar el pasado doce de junio  en Rhode Island, donde se colocó una lápida en el llamado Rumford Chemical Works, el edificio en el que estuvo asentado el negocio del que salían botes como el que aparece en la figura del encabezado de esta página. Esos botes contienen lo que los pasteleros, cocineros y otras gentes de buen vivir llaman (al menos en castellano) levaduras químicas o levaduras Royal. Esta última denominación es un ejemplo más de identificación de un producto con un nombre comercial, asimilación del mismo orden que la implícita en el hecho que los vizcaínos llamen iturris a las cápsulas (chapas en mis tiempos juveniles) de las botellas, pues Iturri fue una primitiva y conocida marca de agua embotellada en Vizcaya. O que los burgaleses llamen Serbus al betún de zapatos. De nuevo, Serbus fue la primera marca de betún comercializada en esa zona.


Por una vez, y sin que sirva de precedente, he sido poco beligerante y he bautizado la entrada con la clásica dicotomía “natural y química” sin rasgarme las vestiduras. El bote en cuestión, y otros de marcas alternativas como el que aparece en mi entrada del 2 de mayo o la propia Royal, contiene una mezcla de bicarbonato de sodio y fosfato ácido de calcio o similares moléculas de carácter ácido, de forma que de levadura nada. Pero, como veíamos en esa entrada anterior, cumple idéntica misión que la de la levadura. Generar, en las condiciones de preparación de un bizcocho o similar, una fuente de anhídrido carbónico o CO2 que espuma la masa y la convierte en algo menos compacto y más fácil de asimilar. Sin embargo, el mecanismo es muy diferente. Las levaduras “naturales”  generan CO2 a partir de los azúcares y carbohidratos existentes en la masa que despues convertiremos en delicioso pastel. La levadura “química” genera ese mismo CO2 a partir de una reacción química entre el bicarbonato y el fosfato ácido, reacción de alguna forma similar a la génesis de CO2 cuando nos tomamos un preparado de bicarbonato. Este entra en contacto con el ácido clorhídrico de nuestro estómago y nos llena el gozne de eructos, que no son sino exhalaciones de CO2 en nuestro intento de aminorar el exceso de acidez que nuestro estómago tiene por efecto de alguna comida inconveniente ( o por la repetición de ellas).


La historia de estos productos arranca en los años treinta del siglo XIX, cuando los panaderos empezaron a adicionar bicarbonato de sodio a la leche cortada como una forma de complementar el resultado de las levaduras naturales. El ácido láctico contenido en la leche cortada reaccionaba con el bicarbonato sódico produciendo CO2 adicional al de las levaduras. Más tarde se comenzó a emplear tartrato ácido de potasio (o crema de tartar), un subproducto de las bodegas de vino. Esta mezcla fue el primer paso serio hacia lo que luego serían las levaduras químicas, al ser un producto reproducible y que generaba resultados sin sorpresas. Sin embargo, esa mezcla presentaba en la época algunos problemas. El tartrato se importaba de Europa (Sonoma Valley y otras regiones vinícolas americanas estaban todavía lejos de ser creadas) y, ademas, los dos productos había que mezclarlos justo antes de usarlos porque si se almacenaban juntos la reacción iba transcurriendo poco a poco.


Hubo varios intentos de mejorar el asunto hasta que un profesor de Harvard dio con el producto más económico y eficiente. Eben N. Horsford era un químico de formación germánica (como muchos en una época de clara influencia alemana en la Química) que propuso reemplazar el tartrato por fosfato ácido de calcio que, entonces, se obtenía principalmente del tratamiento con sulfúrico de huesos de vacas. Para mantener la mezcla seca dentro del bote, adicionaba también almidón de maíz. Con el paso del tiempo, el fosfato ácido de calcio provenía de yacimientos minerales y se pudo eliminar el engorroso asunto de los huesos. Asociado con un hombre de negocios, George F. Wilson, el negocio fue viento en popa y, alrededor de 1856, levantaron una nueva factoría en el edificio en el que este año se ha colocado la lápida conmemorativa de la ACS.


Pero esta historia tiene aún un lado interesante más. Y es el nombre del producto. Horsford lo denominó Rumford Backing Powder en recuerdo del Conde Rumford, un personaje de leyenda llamado Benjamin Thompson que había legado 1000 dólares de la época para crear la llamada Cátedra Rumford en Harvard. Horsford había sido el propietario de esa cátedra antes de dedicarse por completo al mejor remunerado asunto de las levaduras químicas.


Benjamin Thompson, el pomposo Conde Rumforfd (1753-1814), es un personaje que los que impartimos asignaturas relacionadas con la Termodinámica no podemos obviar en nuestras explicaciones. Se trata de una pieza clave con gentes como James Watt o Sidi Carnot en el establecimiento de que el calor no era una sustancia (llamado calórico) que pasaba de los cuerpos calientes a los fríos, sino una forma más de expresión de la energía acumulada o generada. Pero es que el personaje da para mucho.


Nacido en Massachusetts, se casó con una rica heredera a la que abandonó con su hijo recién nacido al tener que salir por piernas de los EEUU como consecuencia de su posicionamiento por el bando inglés en la Guerra de la Independencia americana. Parece que, una vez en Inglaterra, transmitió mucha información relevante al Gobierno de este país, volviendo a EEUU en 1782 con el rango de teniente coronel. Durante su primera estancia en Inglaterra hizo ciertas investigaciones sobre armas de fuego y fue elegido Fellow de la Royal Society. Cuando la guerra en EEUU terminó volvió a Europa y fue distinguido por la monarquía británica como Sir Benjamin Thompson.


En 1784, nuestro personaje entró al servicio del Elector de Bavaria (en Alemania), donde demostró sus capacidades organizativas, estableciendo una academia militar, regulando la difusión entre la población de normas sanitarias, planificando sistemas contra la pobreza y mejorando la alimentación de los animales. El Elector le nombró Conde y él eligió el pequeño pueblo en el que vivía (Rumford, aquí aparece la marca comercial de nuestra levadura química) como sede de su Condado.


Entre planificación y planificación, siguió con su inveterada costumbre de investigar en armas de fuego y cañones. En una de las observaciones que le ha hecho famoso en ámbitos académicos, se impresionó ante la enorme cantidad de calor generada a la hora de taladrar una boca para un cañón en una pieza metálica, gracias al trabajo generado por caballos que, dando vueltas en un círculo, conseguían el movimiento del taladro que daba origen al agujero de la boca del cañón. Comprobó que el calor generado era capaz de poner a ebullición cantidades de agua importantes partiendo desde el hielo y que pesando la pieza metálica al principio así como la boca del cañón y las virutas finales, el peso no cambiaba. También comprobó que no había cambios sustanciales en la naturaleza química de sus materiales antes y después de la génesis de calor. Esas observaciones le llevaron a concluir que el calor no era una sustancia sino que había una conversión de trabajo mecánico (el realizado por el caballo) en calor. Llegó incluso a obtener un equivalente aproximado entre ambas formas de energía y que hoy sabemos se cifra en 4.18 Julios (unidad de trabajo) por cada caloría (unidad de calor).


En 1799 dejó Bavaria y volvió a Inglaterra donde fue figura clave en la creación de la Royal Institution of Great Britain, una Institución dedicada a la difusión del conocimiento que alcanzó gran relieve cuando se adhirió a la misma, con sólo 22 años, Humphry Davy, una figura señera en el establecimiento de lo que hoy conocemos como Química moderna.


Pero el Conde Rumford era un bicho difícil de lidiar. Enseguida se querelló contra los administradores de la Royal Institution, la abandonó y en 1804 se marchó a París, donde se casó con la viuda de Lavoisier, otro hito en la historia de la Química, a quien las huestes de la Revolución habían enviado a los dominios de Madame Guillotine. Su mujer salvó su aristocrático cuello y, restaurado el orden, era una acaudalada viuda con una fastuosa villa en Auteuil donde Thompson pasó los últimos años de su vida, hasta que murió en 1814.


Lo que da de sí un bote de levadura química............

Bicarbonato

viernes, 14 julio 2006